Era raro, pero nunca se sintió tan intimidada como en aquellas consultas en el dentista, cuando se tumbaba boca arriba en el incómodo sillón reclinatorio. Él la elevaba unos centímetros, y con el foco cegándole por completo le miraba con sus intensos ojos verdes por encima de la mascarilla blanca.
-Abre la boca – ella obedecía e intentaba buscar un punto infinito en el que perder la vista. Tal vez aquellos minutos hubieran sido menos eternos con las persianas más bajas.
1 comentario:
El sopor de la anestesia, la boca abierta y vulnerable ante el instrumental, hacen casi imposible ir más allá del influjo de esos ojos verdes. De todas formas con las persianas abiertas, mucho mejor
;)
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